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Evolución de la moda y el papel de la mujer en ella

A principios del siglo XX, las casas parisinas dictaban la moda, y entre ellas la más prestigiosa, fundada en el siglo XIX por el inglés Charles Frederick Worth (1825-1895), continuaba a mediados de siglo vistiendo a los estratos más altos de la sociedad, es decir, a la realeza, la aristocracia, las mujeres ricas, las ‘bellezas profesionales’ y las celebridades que poblaban el mundo de la moda.


Quienes no podían permitirse los precios exorbitantes de la casa Worth frecuentaban una de las numerosas firmas de la alta costura, como Doucet, Doeuillet, Laferrière, Jeanne Paquine o Callot Soeurs. Los trajes cortesanos y los de ceremonia los hacían modistos seleccionados de San Petersburgo y Londres. Y firmas británicas como Redfern y Creed, ambas con sucursales en París, eran maestras reconocidas en la confección de prendas de sastre, que seguían siendo un elemento importante de la vestimenta femenina.


La flor y nata de la sociedad estadounidense –los incluidos dentro de los Cuatrocientos de la señora Astor, el número de invitados que cabían en su salón de baile de Nueva York- cruzaba con frecuencia el Atlántico para comprar ropa: los Astor, los Cooper Hewitt, los Morgan, los Potter Palmer y los Vanderbilt, entre quienes se encontraban las ‘princesas del dólar’, que hicieron que aumentaran las fortunas tanto de las casa de alta costura como de los empobrecidos aristócratas europeos con quienes se casaban a cambio de títulos y rango.


Algunas mujeres eligieron no cumplir con las expectativas de la sociedad y se vestían ‘artísticamente’, ignorando la corriente general. Estas bohemias se movían en círculos vanguardistas y compraban en Liberty, en el Omega Workshop de Londres, en Fortuny, en Venecia o en el Wiener Werkstätte, una pequeña pero influyente cooperativa de artistas y diseñadores vieneses que aspiraba a reformar el modo de vestir. Pintores, poetas, músicos, escritores y arquitectos habitaban en una tierra mítica llamada Bohemia, donde la ropa simbolizaba la liberación de las constricciones burguesas y las restricciones físicas y, lo que era más importante, la pretensión de integrar todos los aspectos del arte y el diseño, incluida la ropa, en la vida diaria: lo que también se llamó Gesamkunstwerk u obra de arte total. El ballet ruso de Diaghilev, su música, los decorados y el vestuario revolucionario introdujeron también una influencia drámatica suplementaria en la cultura coetánea, incluida la moda, tras su primera y sensacional temporada en París en 1909.


En París, Paul Poiret (1879-1944), que abrió su salón en 1903, fue el primer modisto en aplicar este dinamismo s as trabajo, simplificando la silueta y dejando de basarse en construcciones complejas para emplear llamativas combinaciones de colores, y de una exquisita y efectista decoración de las telas. A su temprana línea Imperio, le siguió, a principios de la segunda década del siglo, un estilo orientalista, con abrigos amplios y envolventes tipo kimono; motivos chinos, japoneses o persas; túnicas diáfanas con los bajos rígidos, ribeteados de piel o flecos dorados; y pantalones harén. La inglesa Lucile fue una exitosa diseñadora cuyos delicados ‘vestidos de emoción’, con nombres apropiadamente melodramáticos como ‘El suspirante sonido de labios insatisfechos’, modelados por estatuescas maniquíes, eran menos llamativos que los de Poiret, pero también estaban influidos por consideraciones artísticas.


La vida de la mujer estaba empezando a cambiar, y con el estallido de la primera guerra mundial este proceso se aceleró. Algunas fueron al frente, pero las que se quedaron en casa y tuvieron que sustituir a los hombres ausentes en fábricas, transporte o trabajo agrícola tuvieron que adoptar las formas de vestir que tradicionalmente habían estado reservadas a los hombres: bombachos, pantalones o monos.


La guerra de 1914 a 1918 apenas afectó al ritmo del negocio de la alta costura; muchos modistos parisinos continuaron mostrando sus colecciones, aunque los riesgos de las travesías atlánticas limitaron las i=visitas de los clientes extranjeros, además de la cobertura por parte de la prensa y las exportaciones a EEUU. EEUU aprovechó esta situación para dar a conocer a sus moditos, cosa que eclipsó durante un breve periodo de tiempo a la ciudad por excelencia, pero tras la guerra, París volvió a situarse como capital de la moda. También se produjeron algunos cambios: los pantalones no se aceptaron como prenda de ropa femenina hasta bastante después de la guerra, y sólo algunas atrevidas los llevaban. La nueva mujer de la época de preguerra se convirtió en la ‘amazona’ de la era del Art Déco, o en la mujer independiente que se cortaba el pelo ‘à lo garçon’, bebía cócteles, posiblemente tomaba drogas, fumaba en público y bailaba hasta altas horas de la noche en clubs de moda, cabarets o antros bohemios.


El estilo andrógino ‘à lo garçon’ de la década de 1920 aplanaba el pecho, disipaba la cintura y revelaba las piernas, reduciendo la silueta a un corto tubo rematado por el ajustado sombrero de campana. Los corsés no se abandonaron totalmente, pero se moderaron para conseguir la preceptiva figura menos curvilínea; la aparición de nuevos materiales y elementos como los elásticos y as cremalleras hicieron que las prendas íntimas fueras menos engorrosas, y las fibras sintéticas como el rayón que las medias y la lencería fueran menos caras y más atractivas: las puntillas y los bajos redondeados marcaron la transición de la mujer liberada a la glamurosa, y en la década de 1930 surgió una silueta que marcaba más el cuerpo y era más femenina.


 

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